viernes, 28 de diciembre de 2007

El baño en la acequia

Corrían buenos tiempos. Yo debía tener unos trece años y era ya primavera en Valencia. Hacía mucho calor y el olor de la aventura se distinguía sin esconderse. “Hay una piscina en el pueblo donde podemos bañarnos sin que nadie diga nada”, comentaron en la recepción del colegio. Por aquel entonces yo era uno de los recepcionistas del centro; una actividad más de las disponibles para los ratos de ocio que otorgaba algunos privilegios como estudiar tranquilamente, hacer llamadas telefónicas por el morro y husmear en los archivos y enseres privados de los tutores. Hacía falta tener un permiso de salida firmado por los padres para poder acudir al pueblo de Cheste distante unos cuatro kilómetros. Yo era uno de los pocos afortunados que disponía del preciado documento y lo había usado en dos ocasiones. Las salidas no estaban mal: podíamos intentar acercarnos a las chicas para presumir después ante los compañeros de habitación. También era posible comprar algunos artículos prohibidos en el colegio como cerveza y otras golosinas por el estilo. El camino era duro pero todo se olvidaba cuando a lo lejos divisábamos las altas torres de la iglesia augurando minifaldas, diversión y camorra con los chicos del pueblo.

Tuve el tiempo justo de acabar mi turno y subir a ponerme el bañador. La toalla no sería necesaria: la temperatura era buena y, además, su tamaño me delataría. Ese sábado no salimos por la puerta principal de la Universidad Laboral, sino que acortamos por un roto en la valla exterior del recinto. La impaciencia por darnos el primer baño del próximo verano nos llevaba en volandas campo a través hasta que llegamos a la carretera. Nuestro guía para llegar hasta la piscina era del aula dos. El caso es que nos juntamos al menos siete chicos de distintas procedencias; incluso alguno era de otro colegio. Cuando llegamos quedamos sorprendidos: no éramos los primeros. El agua aparecía casi repleta de chicos de la Laboral mientras otros muchos tomaban el sol apaciblemente. Nos miraron sin inmutarse. “Pero ¿no dijiste que era una piscina?”, pregunté con algo de asco al comprobar que se trataba de una alberca de riego con paredes de tierra. “Bueno, eso me dijeron. Pero te puedes bañar”. Tras pensármelo dos minutos y viendo que los demás sobrevivían al chapuzón e incluso se divertían, comencé a quitarme la ropa. El agua estaba algo fría y por el fondo debía haber algunas hierbas largas que se balanceaban al mover el agua con mi nado. Sentía escalofríos cuando alguna de ellas me rozaba la piel. Imaginaba que eran serpientes o cualquier otra alimaña.

Salí del agua reconfortado. El paseo de más de cuatro kilómetros hasta aquel estanque había sido duro por el calor y las prisas. Estaba vistiéndome cuando una polvareda anunció que un coche se acercaba en nuestra dirección. Se trataba de un R-4 blanco que me resultaba familiar. Era don Rafael, uno de nuestros tutores. Al parecer algún envidioso había soltado la lengua a cambio de Dios sabe qué favores. Se enfadó mucho pero no levantó la voz. Si algo recuerdo de don Rafael es el exquisito trato que nos dispensaba aunque tuviese muchas razones para cabrearse y castigarnos. Todos sabíamos que no estaba bien bañarse allí, en un lugar remoto, en una charca sucia (a nosotros no nos lo parecía), sin socorrista, sin permiso del dueño… “Vamos, todos a vuestros colegios”. Tomó el nombre de los del nuestro y despachó a los demás anunciando una buena bronca para la llegada. Salimos todos disparados en dirección al pueblo que pillaba de camino para la Laboral.

Al llegar al pueblo, con la preocupación de no saber qué sorpresa nos estaría esperando en el colegio decidimos dar un garbeo en busca de chicas. Tomamos una cerveza y nos marchamos hacia el cole a toda pastilla. Durante el camino tuvimos ocasión de cavilar sobre las consecuencias de nuestra hazaña. Se lo dirían a nuestros padres, nos quitarían el permiso de salida, nos quedaríamos sin excursiones y tendríamos que soportar una fuerte bronca de don Andrés, el director.

El domingo pasó tranquilo. Cada vez que me cruzaba con don Rafael miraba para otro lado, pero él llamaba mi atención para saludarme. Radio Macuto había corrido la voz de que habían pillado a tres del colegio bañándose en una acequia y que los iban a expulsar o a abrir un expediente.

El lunes, después de clase el director fue llamando uno a uno a todos los expedicionarios. Pero a mí no me llamó. Sí, había llamado a tres, pero no a mí. Me enteré de que el tercero que no era yo había sido sorprendido en otra “redada” distinta de la mía con chicos de otros colegios. Respiré profundamente al verme libre de aquel peso.

Pasaron unos días y me había olvidado ya del episodio cuando fui llamado al despacho del director. “Me han dicho que tú también estabas con los del baño en la alberca, ¿es verdad?”. “Bueno, yo estaba pero no me bañé”, contesté. Se lo puede decir don Rafael. La verdad es que yo estaba ya vestido cuando llegó el tutor, y me apoyé en eso para defenderme. Tendré que informar a tus padres y suspender tu permiso de salida al pueblo; y ya veremos qué más hacemos con vosotros. Cabizbajo abandoné su despacho temiendo la reacción de mis padres y las represalias futuras del colegio. Hubiera dado cualquier cosa por saber quién me había delatado. ¿Uno de los otros castigados?; no lo creo, ellos ya tenían bastante con lo suyo.

Mis padres se limitaron a decirme que no estuvo bien lo de bañarme en la acequia, y no volví a salir legalmente al pueblo. Los sábados y domingos me los pasaba en la recepción, viendo la tele y jugando al tenis con el equipo B del colegio.

No consigo recordar quiénes fueron mis compañeros de baño aquel día. Me gustaría que aparecieran a raiz de la publicación de esta historia.

Pepe :-)

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