
Saludos
Pepe :-)
Este blog pretende ser un lugar de encuentro de los antiguos alumnos del Colegio Castaño - Universidad Laboral de Cheste - de la promoción 1975 - 78
Corrían buenos tiempos. Yo debía tener unos trece años y era ya primavera en Valencia. Hacía mucho calor y el olor de la aventura se distinguía sin esconderse. “Hay una piscina en el pueblo donde podemos bañarnos sin que nadie diga nada”, comentaron en la recepción del colegio. Por aquel entonces yo era uno de los recepcionistas del centro; una actividad más de las disponibles para los ratos de ocio que otorgaba algunos privilegios como estudiar tranquilamente, hacer llamadas telefónicas por el morro y husmear en los archivos y enseres privados de los tutores. Hacía falta tener un permiso de salida firmado por los padres para poder acudir al pueblo de Cheste distante unos cuatro kilómetros. Yo era uno de los pocos afortunados que disponía del preciado documento y lo había usado en dos ocasiones. Las salidas no estaban mal: podíamos intentar acercarnos a las chicas para presumir después ante los compañeros de habitación. También era posible comprar algunos artículos prohibidos en el colegio como cerveza y otras golosinas por el estilo. El camino era duro pero todo se olvidaba cuando a lo lejos divisábamos las altas torres de la iglesia augurando minifaldas, diversión y camorra con los chicos del pueblo.
Tuve el tiempo justo de acabar mi turno y subir a ponerme el bañador. La toalla no sería necesaria: la temperatura era buena y, además, su tamaño me delataría. Ese sábado no salimos por la puerta principal de la Universidad Laboral, sino que acortamos por un roto en la valla exterior del recinto. La impaciencia por darnos el primer baño del próximo verano nos llevaba en volandas campo a través hasta que llegamos a la carretera. Nuestro guía para llegar hasta la piscina era del aula dos. El caso es que nos juntamos al menos siete chicos de distintas procedencias; incluso alguno era de otro colegio. Cuando llegamos quedamos sorprendidos: no éramos los primeros. El agua aparecía casi repleta de chicos de la Laboral mientras otros muchos tomaban el sol apaciblemente. Nos miraron sin inmutarse. “Pero ¿no dijiste que era una piscina?”, pregunté con algo de asco al comprobar que se trataba de una alberca de riego con paredes de tierra. “Bueno, eso me dijeron. Pero te puedes bañar”. Tras pensármelo dos minutos y viendo que los demás sobrevivían al chapuzón e incluso se divertían, comencé a quitarme la ropa. El agua estaba algo fría y por el fondo debía haber algunas hierbas largas que se balanceaban al mover el agua con mi nado. Sentía escalofríos cuando alguna de ellas me rozaba la piel. Imaginaba que eran serpientes o cualquier otra alimaña.
Salí del agua reconfortado. El paseo de más de cuatro kilómetros hasta aquel estanque había sido duro por el calor y las prisas. Estaba vistiéndome cuando una polvareda anunció que un coche se acercaba en nuestra dirección. Se trataba de un R-4 blanco que me resultaba familiar. Era don Rafael, uno de nuestros tutores. Al parecer algún envidioso había soltado la lengua a cambio de Dios sabe qué favores. Se enfadó mucho pero no levantó la voz. Si algo recuerdo de don Rafael es el exquisito trato que nos dispensaba aunque tuviese muchas razones para cabrearse y castigarnos. Todos sabíamos que no estaba bien bañarse allí, en un lugar remoto, en una charca sucia (a nosotros no nos lo parecía), sin socorrista, sin permiso del dueño… “Vamos, todos a vuestros colegios”. Tomó el nombre de los del nuestro y despachó a los demás anunciando una buena bronca para la llegada. Salimos todos disparados en dirección al pueblo que pillaba de camino para la Laboral.
Al llegar al pueblo, con la preocupación de no saber qué sorpresa nos estaría esperando en el colegio decidimos dar un garbeo en busca de chicas. Tomamos una cerveza y nos marchamos hacia el cole a toda pastilla. Durante el camino tuvimos ocasión de cavilar sobre las consecuencias de nuestra hazaña. Se lo dirían a nuestros padres, nos quitarían el permiso de salida, nos quedaríamos sin excursiones y tendríamos que soportar una fuerte bronca de don Andrés, el director.
El domingo pasó tranquilo. Cada vez que me cruzaba con don Rafael miraba para otro lado, pero él llamaba mi atención para saludarme. Radio Macuto había corrido la voz de que habían pillado a tres del colegio bañándose en una acequia y que los iban a expulsar o a abrir un expediente.
El lunes, después de clase el director fue llamando uno a uno a todos los expedicionarios. Pero a mí no me llamó. Sí, había llamado a tres, pero no a mí. Me enteré de que el tercero que no era yo había sido sorprendido en otra “redada” distinta de la mía con chicos de otros colegios. Respiré profundamente al verme libre de aquel peso.
Pasaron unos días y me había olvidado ya del episodio cuando fui llamado al despacho del director. “Me han dicho que tú también estabas con los del baño en la alberca, ¿es verdad?”. “Bueno, yo estaba pero no me bañé”, contesté. Se lo puede decir don Rafael. La verdad es que yo estaba ya vestido cuando llegó el tutor, y me apoyé en eso para defenderme. Tendré que informar a tus padres y suspender tu permiso de salida al pueblo; y ya veremos qué más hacemos con vosotros. Cabizbajo abandoné su despacho temiendo la reacción de mis padres y las represalias futuras del colegio. Hubiera dado cualquier cosa por saber quién me había delatado. ¿Uno de los otros castigados?; no lo creo, ellos ya tenían bastante con lo suyo.
Mis padres se limitaron a decirme que no estuvo bien lo de bañarme en la acequia, y no volví a salir legalmente al pueblo. Los sábados y domingos me los pasaba en la recepción, viendo la tele y jugando al tenis con el equipo B del colegio.
No consigo recordar quiénes fueron mis compañeros de baño aquel día. Me gustaría que aparecieran a raiz de la publicación de esta historia.
Pepe :-)
Dedicado a Gregorio: a ver si te reconoces.
Los once años no son una buena edad para algunas cosas, pero tampoco están mal para empezar a desenvolverse sólo. Cuando estudiaba quinto curso de E.G.B. mis padres solicitaron una beca para que yo pudiese estudiar en Valencia, en la Universidad Laboral de Cheste. Era una gran oportunidad ya que suponía acceder a una formación muy superior a la que recibiría si me hubiera quedado donde estaba. El mayor inconveniente era que tenía que marcharme lejos de mi ambiente familiar y amigos. Nosotros vivíamos en Sevilla. Yo me entusiasmé cuando me lo propusieron y no tanto cuando llegó la beca concedida y se acercaba el momento de dejar a mamá…
El verano antes de marchar fue estupendo. Bueno, todo lo estupendo que puede ser para un niño de once años recién cumplidos ese mismo verano: piscina, juegos y la colonia de Zarauz.
El viaje se realizaría en autocar que saldría de la Plaza de España de Sevilla. Y allí estábamos todos con nuestras maletas y nuestra ropa nueva. Todos estábamos nerviosos y excitados; aquello podría ser una fantástica aventura, íbamos hacia lo desconocido: nuevos lugares, nuevos amigos, nuevos profesores, el mar de Valencia. Tardaríamos tres meses en volver: estábamos en septiembre y regresaríamos para las Navidades. Pero eso no nos preocupaba de momento. Mirábamos a nuestras familias que ocultaban su pesar por la separación. Mi madre no se separaba ni un minuto de mi lado. Ten cuidado con esto, procura hacer esto otro, escribe en cuanto llegues, dúchate todos los días, esconde bien el dinero no sea que lo pierdas.
De Los Rosales, mi pueblo, sólo íbamos mi amigo Antonio y yo; bueno, no era mi mejor amigo pero sí uno de los más allegados. Él iba al colegio Olmo y yo al Castaño; no sabíamos si nos podríamos ver a menudo o no. Del pueblo de al lado iban otros cuatro chicos que yo no conocía pero que se presumían amigos por aquello de la paisanía. Tampoco ninguno de éstos iba a mi colegio. Durante la espera, antes de subir al autocar localizamos a dos chicos del Aljarafe que iban a mi colegio: Currito y Bruno. Su acento andaluz era cerradísimo. Después tendría la ocasión de comprobar que eran excelentes personas.
No recuerdo que la despedida fuese especialmente triste, al contrario, la excitación había superado a la tristeza en esos últimos momentos. Subimos al autocar después de colocar las maletas en el portaequipajes. Estábamos animados con los nuevos amigos, el viaje y el sol radiante. La travesía fue larga y pesada. Llegamos a Cheste a las diez y media de la noche. La parada se produjo en un lugar que llamaron Plaza de Docentes. Tuvimos que andar cuesta arriba más de medio kilómetro cargados con las maletas que pesaban como demonios. Todo parecía poco para llevar, pero cargar con ello era otra cosa. Los quinientos metros los comprobé días más tarde, porque en el momento me parecieron quinientos kilómetros. Sudaba por todos los poros, hasta por los que todavía no me habían salido. Yo, entonces, era menudo y flaco, pero fuerte dentro de mi escasa corpulencia. Insuficiente, era insuficiente mi fuerza para acarrear aquel maletón cargado con mi vida futura y algo de la pasada. Menos mal que el tutor que nos acompañaba se percató de ello y mandó a otro chico mucho más alto que me echara una mano. Así pude llegar al Colegio Castaño. Tras anotar nuestra llegada los responsables, nos dijeron que podíamos subir a los dormitorios. Al pasar hacia las escaleras, vimos que había muchos chicos en la sala de TV: jugaba la Selección española de Fútbol. Empezamos a subir y aquello no tenía fin. Seis pisos, ¡eran seis pisos hasta llegar al dormitorio!. Mi habitación era la 21. Al llegar vi que había varias literas vacías y también algunas taquillas libres. Me acomodé en una de ellas y me acosté en una de las camas que estaba vestida, porque había una sin hacer, con la ropa muy bien dobladita encima. Puestos a escoger, elegí una de las hechas y que además era de las de abajo. Según me introducía en el sobre oí una voz que me decía que esa cama estaba ocupada por un chico que estaba viendo el fútbol. Estaba cansado del viaje, pero sobre todo de mi experiencia como porteador de maletas. Me dormí profundamente. Al cabo de un rato noté que alguien me zarandeaba: “oye, que esta es mi cama”, dijo. Cuando yo he llegado no había nadie, contesté. “Es mía, yo llegué primero y me bajé a ver el partido, quítate de aquí; la tuya es la de arriba”. De mala gana me levanté y vi que la mía era la que no estaba hecha. Me conformé sin protestar porque no tenía ganas de discutir.
Ahí estaba yo, encima de una cama sin hacer. Yo no había hecho una cama en mi vida, y menos una litera de arriba, y las luces estaban apagadas. De pronto la voz que ya me había advertido de que la cama estaba ocupada susurró: “¿quieres que te ayude?”. “Bueno”, contesté aliviado. Ya casi había tomado la decisión de dormir encima tapándome como pudiera. Estaba muy oscuro y no pude distinguir claramente la cara de mi ayudante. Hicimos la cama y me dormí rápidamente. Al día siguiente, ya con la luz de la mañana llenándolo todo no pude reconocer al que me había ayudado. Después descubrí que se trataba de un valenciano de Cullera con el que hice buenas migas.
Yo me aficioné a la Filatelia por el que fue durante mis tres años de estancia en Cheste nuestro profesor de Religión. Se llamaba Don Domingo, era sacerdote, bajito, regordete (espero que no se moleste) y bonachón.
Durante los recreos de los martes y jueves, si no recuerdo mal, se quedaba en un aula y repartía las series de sellos a los que se las habíamos encargado. Mientras realizaba esta tarea solía degustar un jugoso bocadillo que traía impecablemente envuelto en una bolsa blanca de plástico (antes no había papel de aluminio).
Mis recuerdos no son sólo para los sellos, son principalmente para el bocadillo de Don Domingo. Y no es que pasáramos hambre ni mucho menos, se trataba del mimo con el que le habían preparado aquel bocata que a nosotros nos parecía el manjar de los manjares. A veces era de filete empanado flanqueado por sendos pimientos morrones gordos y jugosos. Él lo degustaba sin prisas, saboreando cada bocado que se entretenía en pasar de un lado al otro de la boca, como cuando en Misa el celebrante consume la Sagrada Forma mientras los asistentes tragan saliva escuchando, captados por el micrófono, los sonidos de tan santa degustación.
Claro está que nosotros tuvimos nuestra versión del bocadillo de Don Domingo. Hombre, no era tan jugoso, ni venía tan perfectamente envuelto como el suyo pero a nosotros nos valía. Solía ser de patatas fritas sacadas a escondidas del comedor dentro de un trozo de pan del día anterior camuflado bajo el brazo. Y lo comíamos allí cerca de él y con el mismo cuidado, masticando cuidadosamente sin envidiarle en absoluto.
Don Domingo manejaba con extremo cuidado los sellos procurando alejar el bocadillo para no mancharlos mientras nos contaba historias de lugares exteriores a donde difícilmente nosotros podríamos acudir. Recuerdo que yo fui uno de los pocos afortunados que en una sóla ocasión le acompañó primero a su casa en el pueblo de Cheste y después a la Lonja en Valencia donde se compraban los sellos.
Años después abandoné mi afición filatélica aunque la guardo con cariño, igual que el recuerdo de esta persona que conseguía evadirnos durante media hora de vez en cuando de las tareas cotidianas del estudio, los horarios y demás quehaceres.
Siempre he pensado que Don Domingo nunca se arriesgó a ofrecernos de su bocadillo por miedo a que le dijéramos que sí, incluso a sabiendas de que nuestros ojos estaban siempre más pendientes del manjar que de los sellos.
Me gustaría saber qué fue de él.